Uno, dos, tres, cuatro, ya van siete, en el pelo, en la mochila, por los pasillos, en el patio, al menos doce, trece, quince, veintidós. Parece hecho de telgopor y es bien amarillo. Amarillo patito. Mide unos cuatro centímetros de alto, unos cuatro centímetros de ancho, no debe pesar más que una uva y está forrado con ese material como de felpa de los stickers de animales que coleccionaba cuando tenía 9 años y un álbum de tapa rosa con una bailarina en tutú que iba llenando de a poco. Para entenderlo hay que estar cerca. Es un pequeño pato y lleva un resorte que lo une a una hebilla negra. Es el pato “kawaii”.

La palabra viene del japonés, significa lindo o tierno o bonito o cualquier otro término que apunte a ello, a algo bello que de tan bello se sienten esas ganas de, como diría mi amiga Solange, agarrarlo de las mejillas y apretarlo tanto pero tanto de tanto amor que, bueno, si te destrozo, te destrozo. ¿No? El pato kawaii es también una moda, porque en las últimas semanas aparecieron primero en redes sociales y después en las calles y en todas partes, pero sobre todo en las cabezas de adolescentes. La mayoría de quienes lo usan se lo enganchan al pelo y la escena es algo a ser visto: una persona de unos 13 años, a veces más, mucho más, con un patito amarillo rebotando por sobre el peinado que sea: corto, corto con anteojos, largo, cola de caballo, trenza, rodete. Los pudorosos lo lucen en otras partes, lo prenden a las correas de las carteras, a los hombros, a las solapas de un abrigo. Parecen cosas de planos distintos y deben serlo, un mordisco al futuro: las redes sociales y la realidad a la vez. Algo así.

Cuesta entre ochocientos y mil quinientos pesos según el barrio, el local; en la Rural hasta hace unos días los vendían por arriba de los dos mil. Dicen muchas cosas sobre los orígenes. Que viene del animé, los dibujitos animados japoneses, que allí sus personajes suelen llevar objetos adorables sobre la cabeza. Dicen que primero lo usaron ellos y los chinos y los taiwaneses y los hongkoneses. También que es un gesto de amabilidad para el otro, que la intención es generosa, que la idea es usarlo para que quien mire sonría. Que trae suerte, que el amarillo representa energía positiva. Incluso que tiene tintes políticos, que en 2013 los patos fueron símbolo de la resistencia del pueblo de Hong Kong al gobierno chino.

La Feria del Libro de Buenos Aires estaba repleta de patitos en la cabeza. En grupo, en solitario, en selfies contra un stand. Fue ahí donde los vi en vivo por primera vez y hubo algo que me hizo pensar: nadie decía nada. No paraban a quienes los mostraban para interrumpirlos con un “¿qué es eso?; ¿de dónde lo sacaste?; ¿por qué?”. Me sentí avergonzada por querer preguntar porque hay algo bueno en esto de no hacerlo, de no cuestionar, de dejar que cada quien haga lo que quiera. Dicen que lo hacen para subirlo a Instagram, a TikTok. Dicen que es una cuestión estética. Dicen que es simpático.

Para mí es una lucha interna constante. Busco todo el tiempo entender todo. Ignorar ese primer pensamiento que tengo ante lo que pasa con las generaciones que me siguen, intento aceptar todo, ser esa persona que se pregunta todo el tiempo todo sobre lo que le enseñaron, revisar todo para romper con lo impuesto y montarlo de cero y aprender todo como si fuera nuevo. Intento no agarrarme del pasado como esa niña que acompaña a su madre cuando hace los mandados, intento quebrar mi educación muy década del 90 pero ¿por qué caminan con un pato en la cabeza? A veces me da un poco de miedo que aceptemos todo, que miremos las cosas, no las comprendamos y las aceptemos igual.

El pato es un mordisco al futuro, eso, me lo repito. Un híbrido. Hoy lo que pasa en la calle se entiende en la red social.

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