Un padre y un niño, la estrechez de la pobreza; el deambular de ambos entre la búsqueda de recursos, el empeño, la frente alta, la hostilidad del afuera. La corriente de ternura, contenida y sólida, que los impulsa.
Hago esta enumeración y el título de la película aparece solo: Ladrones de bicicletas. Sin embargo, lo que acabo de ver no es el film que Vittorio De Sica realizó en 1948, con los estragos de la Segunda Guerra aún presentes. Lo que acabo de ver es un cortometraje estrenado en 2006, que en su momento arrasó con cuanto premio de festival cinematógrafico había: la presentación –podría decirse– del cineasta rumano Radu Jude en sociedad, que recientemente Mubi subió, junto a otros cortos del mismo realizador, a su plataforma.
Cuando, en las postrimerías de la pandemia, descubrí Sexo desafortunado o porno loco, película de Radu Jude filmada en 2021, me dije que ahí había un cineasta a seguir. Cuando, recientemente, se estrenó No esperes demasiado del fin del mundo, lo confirmé. Y ahora que miro The tube with a hat, el cortometraje con el que el director rumano comenzó a hacerse conocido, descubro algo que ya venía sospechando: el legado, la huella, el pulso no tan lejano del Neorrealismo italiano en la mirada de Radu Jude.
La anécdota es mínima pero atrapa como lo haría el MacGuffin más endemoniado de Hitchcock: nos pegamos a las imágenes porque queremos saber si esa dichosa televisión va, finalmente, a funcionar. Y si el pibito va a lograr ver su película de Bruce Lee
La historia que cuenta The tube with a hat es mínima. Es domingo, por la tarde en la televisión se emitirá una película de Bruce Lee, un niño de unos siete años quiere verla. Pero la TV de casa no funciona y aunque llueve, hace frío y es de madrugada (se escucha el canto de un gallo por ahí), el chico convence al padre de ir a la ciudad –ellos viven en un lugar alejado– y conseguir que un técnico la arregle. La película es eso: el deambular del padre y el hijo, del hogar a la ciudad y luego de la ciudad al hogar, con el viejo aparato del televisor a cuestas, entre la lluvia, el frío y un entorno donde es difícil encontrar un resquicio librado de hostilidad.
La anécdota es mínima pero atrapa como lo haría el MacGuffin más endemoniado de Hitchcock: nos pegamos a las imágenes porque queremos saber si esa dichosa televisión va, finalmente, a funcionar. Y si el pibito va a lograr ver su película de Bruce Lee. La película también nos captura porque, como ocurría con el Neorrealismo, no podemos más que amar a esos dos seres y su sencilla, esforzada, radiante humanidad.
Por momentos, la cámara de Radu Jude los filma con una cercanía extrema. Como si quisiera capturar no solo cada mínimo gesto, sino también cada gota de sudor, la acumulación de esfuerzos, los susurros, las marcas de la trabajosa caminata que emprenden.
Más que carencia –o además de eso–, la pobreza es una continua batalla contra los elementos. El agua que en un día de lluvia se filtra por un techo mil veces reparado, el frío que no da tregua, el barro que se adhiere a la ropa y dificulta el paso, el armatoste del viejo televisor que pesa demasiado, el transporte público que tarda en llegar, los riachos que hay que vadear (o cruzar con puentes inventados sobre la marcha: una tabla abandonada, el padre que la monta sobre el curso de agua, el niño que intenta ayudar, los dos finalmente atravesando el río sobre ese puente precario).
Si hay un tema en la filmografía de Radu Jude –se ve también en cortometrajes como Shadow of a cloud o The Potemkinists– es la barranca abajo de la Rumania post soviética. Para los personajes de The tube with a hat las promesas del siglo XXI ni llegaron ni son ciertas. Lo maravilloso de la película es su modo de concentrarse en la pequeña epopeya del padre y del hijo; el foco son ellos dos, el sacrificio de un adulto agotado que, sin hacerse el héroe, renuncia al descanso dominical para brindarle a su hijo un helado en la ciudad y la promesa –que hasta el final de la película no sabremos si se podrá cumplir– de ver una película de Bruce Lee en blanco y negro.