Argentina, oscuro país. Así tituló Santiago Kovadloff su libro de ensayos de 1983. Lamentablemente, el título no perdió vigencia: seguimos siendo un país endeudado con una comprensión más honda de sus dilemas, con una clarificación imprescindible de los conflictos que, superados, nos permitirían ser una nación y no un mero conglomerado de opiniones divergentes y de tan dramáticas divisiones.
Intento aquí contribuir a ganar adeptos para la causa de la reconciliación de los argentinos afectados por la tragedia vivida en los años 70. Invito, como parte de las familias afectadas por esos años tormentosos, a la revisión responsable que merece la historia de lo ocurrido; a volvernos con templanza sobre sus causas y sus efectos en nuestro presente, y a empeñarnos en superar odios que parecen irremontables.
No ha sido fácil sobrevivir a las heridas causadas por la violencia moral derivada del persistente encomio de las organizaciones armadas y la idealización de sus cuadros, impuesta en gran parte por el gobierno kirchnerista. No menos me ha costado no dejarme ganar por el desconsuelo generado por el silencio cómplice de tantos periodistas, políticos e intelectuales. Silencio que, salvo honrosas excepciones, no puedo menos que calificar de inexplicable y angustiante para quienes conocimos tanto padecimiento. Me asiste el hecho de ser, entre miles de argentinos no menos afectados que yo, hija de una de las víctimas de los años más oscuros de nuestro país y de las brutales imposiciones de esas horas.
El 7 de agosto de 1974, el ingeniero José María Paz, mi padre, fue herido mortalmente por Montoneros en un intento de secuestro que logró frustrar. Ese día, a las 18, partió en avión de Buenos Aires a Tucumán, donde vivíamos con mi madre y mis hermanos. Fue un viaje fuera de agenda. Se suponía que nadie sabía que ese día viajaría, pero alguien supo –¿quién?, ¿acaso una pariente?– y ofreció esa información como prenda a los fines de la violencia y el terror. Así, a las 20, al salir del aeropuerto de San Miguel de Tucumán, lo esperaba un enorme operativo: vehículos estratégicamente ubicados, personas disfrazadas de policías de tránsito, armas de todo tipo y calibre y una camioneta que en su acoplado llevaba un armario donde planeaban meterlo una vez capturado. Esa fue la logística empleada por Montoneros para secuestrarlo.
Paz era presidente del directorio de la empresa más importante de Tucumán, la Compañía Azucarera Concepción, propietaria de uno de los ingenios más grandes de Sudamérica, el segundo en el país. Había llegado a ese cargo 9 años antes, por decisión de sus accionistas. Una década más tarde la violencia gobernaba la Argentina y él comenzó a recibir amenazas de grupos guerrilleros. Sabía qué riesgo corría: el secuestro extorsivo solía ser la forma en que las organizaciones guerrilleras solventaban sus operaciones.
Pero él, con una lógica fundada en férreos valores personales, nos decía a nuestra madre y a nosotros, sus 5 hijos, que entonces teníamos entre 11 y 19 años: “Si me secuestran, no se pagará rescate por mi vida. Jamás contribuiremos a incrementar la violencia y el terror entre los argentinos”. Lo había evaluado y decidido; tampoco iba ni íbamos a emigrar. Creía que la responsabilidad que tenía ante los trabajadores y otros miles que dependían de la empresa no permitía esa conducta. Mi padre tenía 45 años cuando, según los testigos, en las inmediaciones del aeropuerto lo cercaron, le pegaron, forcejearon, él se soltó y echó a correr.
Entonces sus atacantes le dispararon y huyeron. Se cree que el tránsito acumulado ante el despliegue del ataque ahuyentó a “los idealistas”. Eso sumado a una montonera que entró en pánico, según constataron los diarios de esa época. Mi padre murió 20 días después en una clínica porteña de cuidados intensivos, por una herida que había perforado en 24 partes su intestino. Una herida física, pero también emocional. En esos días agónicos uno de los médicos que lo atendía me dijo: “A tu padre no lo podemos sacar adelante porque está en shock. Además de ayuda médica necesita ayuda psiquiátrica para superar lo que ha vivido”. Esa noche sus heridas pudieron más que su fortaleza y murió.
Mientras tanto, Montoneros se adjudicaba la “ejecución” del ingeniero Paz “por explotador y oligarca” en un comunicado que se hizo público. Lo sucedido en el entierro lo desmintió totalmente. Una multitud de trabajadores y obreros, vecinos, amigos, público de todas las proveniencias y edades se congregó espontáneamente en el playón del ingenio, en sus calles y avenidas cercanas y también en San Miguel de Tucumán, para despedirlo. Cuadras de personas visiblemente conmocionadas.
Hubo varios oradores en su entierro, entre ellos uno de los representantes de los trabajadores expresó: “Este hombre entero vivió con nosotros, afrontó al lado nuestro las dificultades sin abandonar jamás su puesto. Fue un jefe leal y humanitario, y un compañero bondadoso. Sabemos perfectamente bien cuán difícil es que se repitan sus condiciones morales y sus virtudes a las que estábamos acostumbrados. Empleados y obreros del Ingenio Concepción despedimos con lágrimas al capitán de nuestro barco”. “Mataron a uno de nosotros”, también se escuchó decir repetidamente ese día.
Paz era un tenaz defensor del diálogo y de la no violencia, y asumió el riesgo de sus convicciones. “Cuando se enfrenten con alguien, busquen la parte de razón que tiene el otro”, solía decir. En esos 20 días de internación pidió que lo visitara un sacerdote. Dijo que no guardaba rencor y pidió contactar a sus atacantes para encontrarle una salida a tanta violencia, cosa que por supuesto no sucedió. Cuando murió hubo un cuerpo, un sepelio, un entierro. Hubo, incluso, responsables autodeclarados. Considerando las circunstancias, hubo mucho. Pero aun así –y con sumo respeto para los familiares de los desaparecidos de la dictadura–, mi padre es un desaparecido de la historia argentina, como otros miles que cayeron o fueron heridos en esta lucha entre hermanos.
La Argentina es una nación rota, dividida; atrapada en la lógica binaria excluyente de nosotros o ellos. Somos una sociedad cooptada por la polarización maniquea, que nos hace creer que quien no es amigo es enemigo. Una sociedad sin matices. El análisis profundo y fecundo de lo que pasó en los años 70 está, hace ya mucho, sometido a esa lente empobrecedora, sin atreverse a ir más allá de las ideologías, del fanatismo.
Hay un escenario doliente donde se agolpan miles de historias de personas de diferentes edades, profesiones, nacionalidades; que tenían o tienen familias, a quienes la violencia afectó gravemente. Aquellos que no fueron miembros de organizaciones armadas ni se contaron entre los que, desde su posición de poder, cometieron crímenes horrendos. Miles y miles de historias fueron silenciadas. ¿Hubo cobardía para indagar esto? ¿Qué nos pasó?
A 50 años del asesinato de mi padre, acerco esta historia a todos los argentinos que quieran escuchar y aspiren a componer, a juntar todas las partes, las conocidas, las olvidadas, las silenciadas, para reconocernos en la complejidad de una historia que nos abarca a todos. El tiempo político de estas últimas décadas lleva la impronta de un populismo frontal, que acentuó la división, la paralización del diálogo y que atacó la pluralidad y la diversidad de opiniones, tan necesarias para generar los consensos que la democracia requiere. Esa parálisis condujo a otra inmovilidad muy dañina y no menos peligrosa: la que sufren las víctimas de los ataques terroristas, cuando no son asistidos sus síntomas traumáticos. Así lo atestiguan en forma unánime médicos y psicólogos expertos en el abordaje de los efectos de esta tragedia que, más de una vez, marcan la vida de buena parte de quienes estuvieron expuestos a estas tremendas circunstancias.
Es patético, cuando no indignante, advertir que en los más altos cargos de la Nación aparecieron personajes directamente vinculados a los crímenes cometidos por las organizaciones armadas, auténticos manipuladores de los derechos humanos con fines políticos. La prisión sin sentencia de cientos de militares que tuvo lugar y aún prosigue ante la indiferencia de buena parte de la sociedad se suma a esta dolorosa perplejidad. Con ella se amplían tantas injusticias como las que se cometieron mediante indemnizaciones pagadas a una sola parte de quienes están vinculados a ese tiempo de catástrofe. Pasan los años y todo parece estar tapado o enterrado por aseveraciones que no se sostienen, privadas de un análisis responsable. Así, en esa profundidad ficticia, late lo irresuelto de un duelo no procesado por una sociedad sometida a tanta violencia fratricida.
Hay urgencias humanitarias que nos interpelan como argentinos: la educación y la pobreza de millones claman por una solución, ¡y cómo duelen!, pero eso no debería impedir que nos comprometamos a cerrar de una buena vez de manera honrosa y equitativa una época nefasta; incontables historias claman por una memoria sana que sepa unir a quienes siguen estando tan divididos. Habiendo transitado estos años con una pesada carga generada por tanta violencia y tanta confrontación, solo deseo que en el futuro el coraje necesario para enfrentar lo que nos pasó promueva mayor humanidad en nuestro espíritu. Este emprendimiento puede ser el de todos. La misión de todos.
Abogada por la Universidad Nacional de Tucumán, máster en Derecho y Economía de la Universidad Di Tella.