Pierre Boulle es uno de los autores franceses más traducidos en el mundo. También es uno de los más olvidados. Autor de 40 novelas y libros de cuentos, este ingeniero y militar francés se convirtió en escritor al regresar de la Segunda Guerra Mundial, donde combatió con rango de teniente en la península de Indochina y luego como agente secreto para el ejército británico. Al regresar a su país firmó El puente sobre el río Kwai, un relato sobre un grupo de prisioneros de guerra en Birmania obligados por las tropas japonesas a construir un paso ferroviario, que hizo historia cuando David Lean la llevó al cine en 1957.

La fama de Boulle se amplificó cuando el francés publicó El planeta de los simios, parábola sobre un mundo dominado por los primates, un relato en la estela de las farsas orwellianas que originó una inextinguible franquicia iniciada por la adaptación que dirigió Frank Schaffner en 1968 con Charlton Heston como protagonista. Esta semana, la saga volvió a los cines con El reino del planeta de los simios, nueva vuelta de tuerca al relato de Boulle que, tras algunas licencias creativas en los últimos años, retoma el espíritu de su premisa original.

El escritor francés escribió una reflexión filosófica en un tiempo preocupado por el devenir de la civilización tras las dos guerras mundiales y el funesto colofón de la bomba atómica, que habían reducido al ser humano al estatus de animal salvaje. “La relatividad del bien y del mal es el tema que he intentado ilustrar en la mayoría de mis libros”, admitió Boulle antes de morir en 1994. Su experiencia en el frente bélico fue “la sustancia espiritual” de su obra. Durante la posguerra, aseguró que “el absurdo se había convertido en una forma de lógica”.

Se ha escrito que este infatigable caminante tuvo la idea para el libro observando a los simios en el zoo del Jardin des Plantes de París durante uno de sus paseos. Pero el autor apuntó a otra fuente de inspiración: descubrir a los corredores de la Bolsa de la capital francesa en acción. “Uno no logra imaginar ni un segundo que esos seres sean homo sapiens. Es inimaginable que actúen usando la razón. Es un comportamiento animal en el que no cabe la inteligencia”, dijo en el programa Lectures pour tous, en la televisión francesa, en 1963. Añadió que su análisis también servía para “otras manifestaciones colectivas”. Para las reuniones de partidos políticos. Para los veredictos arbitrarios del sistema judicial, como el que lo llevó a ser condenado por traición al régimen de Vichy. Y, sin duda, para la lucha entre clanes enfrentados que solo generaban destrucción a su alrededor, obedeciendo a leyes de dominación primarias y aleatorias.

Así ideó una realidad futura en el planeta Soror (hermana, en latín), donde la hegemonía humana ha sido derrocada por los primates, organizados en castas —los gorilas son policías soldados; los oranguntanes, autoridades políticas y religiosas; los chimpancés, profesores y científicos— y muy dotados para la innovación tecnológica. Si la sociedad hi-tech imaginada por Boulle fue sustituida en la versión cinematográfica por un mundo semicivilizado fue solo porque la Fox, al borde de la bancarrota tras el dispendio de la Cleopatra de Mankiewicz, no tenía dinero para convertirlo en realidad. “Monos y hombres han evolucionado de maneras divergentes, los primeros elevándose poco a poco hasta la conciencia y los otros estancándose en su animalidad”, escribió Boulle en su libro. “Se ha apoderado de nosotros una pereza cerebral. ¡Ya no más libros! Incluso las novelas policíacas han llegado a ser una fatiga intelectual demasiado grande”.

Nacido en Aviñón en 1912, Boulle se licenció como ingeniero en París y aceptó un trabajo de capataz en una plantación de caucho en Malasia. Movilizado por el ejército francés en 1939, se alistó en la Resistencia dos años después. Se educó en el arte de degollar al enemigo en la jungla junto a los servicios de inteligencia británicos, y combatió en China, Birmania e Indochina, donde fue detenido por un comandante francés que, pese a simpatizar con la Francia Libre de De Gaulle, prefería mantenerse fiel, por cobardía, al mariscal Pétain. Ese militar pudo inspirar el personaje del coronel Nicholson en El puente sobre el río Kwai, cegado por su sentido del deber y prueba empírica de la banalidad del mal. Boulle pasó un año en la cárcel en Hanoi y fue condenado a trabajos forzados en un juicio trucado. Esa fue su experiencia en el frente: una absurda pantomima liderada por veletas ideológicas al servicio del bando que intuían ganador, al que obedecían como simios bien adiestrados, sin ningún sentido de la moral.

Para Boulle, El planeta de los simios era una de sus obras menores, una mera sátira sobre la pulsión autodestructiva de la especie humana. La inmensa popularidad del libro, que no logró igualar ninguna de sus otras obras, le condenó a un estrato inferior dentro de la literatura francesa. Poco amante de los círculos intelectuales de Saint-Germain, en los que nunca se sintió a gusto, vivió como un ermitaño en la casa parisiense de su hermana y su sobrina. Antes de morir, dijo a esta última —su heredera y la primera que leía sus manuscritos— que esperaba que el mundo no le olvidara, como si ya hubiera sido consciente de esa posibilidad. Acertó, aunque todavía queda esperanza: los derechos de una de sus novelas, Las virtudes del infierno, y de un guion inédito, El planeta de los hombres, secuela desestimada por la Fox tras el éxito de la primera película, fueron adquiridos en marzo. La intención es convertirlos en película y en serie, respectivamente.

El retrato de una sociedad en ruinas que contenía El planeta de los simios es una idea que ha seducido a generaciones sucesivas, tal vez porque se acercó con precocidad a asuntos como la crisis climática, los derechos de los animales o la manipulación genética. También a la xenofobia. “Las barreras raciales de antes han sido abolidas y las discordias que suscitaban han desaparecido”, escribió Boulle en un pasaje que pudo originar uno de los subtextos de la exitosa película de 1968, con Heston en el papel estelar (“un actor perfecto para catalizar el sentido de culpa y autoodio de ciertos estadounidenses”, decretó Pauline Kael, siempre aguda). Uno de sus guionistas, Paul Dehn, perseguido por el macartismo, aseguró que escribió algunas escenas inspirándose en los disturbios de Watts durante el verano 1965, cuando la población afroamericana se rebeló contra la segregación y la violencia policial.

Después de las películas de los setenta, de la desigual adaptación de Tim Burton en 2001 —pese a todo, la más fiel al libro de Boulle— y de una trilogía libremente inspirada en sus postulados, la saga llega a su décima entrega con el estreno de esta semana. El legado del escritor francés vuelve a interesar en tiempos del Antropoceno, cuando la posibilidad de la extinción humana, con la que al cine siempre le ha gustado fantasear, ya no es solo propia de la ciencia ficción.

Lo curioso es que, en su día, Boulle defendiera que El planeta de los simios era una obra inadaptable al cine. Entre otros motivos, por su complejo marco narrativo. En el libro, dos astronautas se encontraban con un manuscrito en el espacio exterior en el que se narraban los acontecimientos que retomó la primera película. En un inesperado giro final, Boulle revelaba que esos dos personajes, a los que el lector había tomado por un hombre y una mujer, eran simios que se carcajeaban ante la posibilidad de que existiera la inteligencia humana. “¿Hombres racionales? ¿Hombres poseedores de sabiduría? No, esto no es posible. El narrador se ha pasado de la raya”.

Por Álex Vicente

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