Un poco en broma, un poco en serio, me decía un amigo al cabo de un concierto: “Al final del show se habla mucho del artista y nada del productor”. ¡Elvis! pensé de inmediato. Ese film deslumbrante que narra el vínculo entre “El Rey” y su apoderado en la incipiente industria del showbiz, el famoso “Coronel” Tom Parker en el papel de narrador y dueño de la historia, empresario-vampiro, ambicioso y poco idealista que marcó el rumbo del primer ídolo en la historia del rock n’ roll. Allí, en ese vertiginoso e imponente espectáculo cinematográfico donde Baz Luhrmann entremezcla la verdad y la ficción biográfica, sí se habla del productor.
Tom Hanks (magnífico junto al sorprendente Austin Butler como Presley), personifica al implacable manager que acompañó y digitó los destinos del astro desde su surgimiento en 1955 cuando vislumbró el futuro de gloria en la voz, el carisma y la figura de aquel hipnótico joven de Memphis por el que enloquecían las niñas de entonces, hasta la muerte trágica que en 1977 lo erigió en un mito. En el ascenso y en la caída, en las cifras de los conciertos y las grabaciones, en las pantallas del cine, en la televisión y los contratos del merchandising infinito que reprodujo la “marca-Elvis”, Parker –un holandés también errante que buscaba no el amor sino el dinero–, estuvo siempre, y con él, en la mira, una certeza absoluta: sus dividendos descomunales.
Pero no es tanto Parker la anécdota, como la serie de coincidencias que llamaron mi atención entre este representante del rock y otro, también célebre, pero de la lírica, con quien tiene en común el circo, los casinos y Las Vegas: el húngaro Tibor Rudas, agente de Luciano Pavarotti y promotor del más grande fenómeno de masas surgido de la ópera, una conquista sin precedentes conocida bajo el sello de Los Tres Tenores.
Al igual que Parker, Rudas fue un inmigrante europeo que llegó a los Estados Unidos y al universo de los espectáculos a través del circo, una experiencia de vida extravagante de la que supo capturar para sus empresas las motivaciones profundas del ser humano. Rudas había integrado el coro de niños de la ópera de Budapest y luego su propia compañía circense como bailarín y acróbata. Con la llegada de los nazis, siendo judío, fue deportado al campo de concentración de Bergen-Belsen en el norte de Alemania. Concluida la guerra, emigró a Australia, retomó su vida itinerante, las acrobacias y coreografías, y comenzó a organizar giras internacionales de importantes proporciones hasta que finalmente llegó a los Estados Unidos donde devino en empresario del teatro-varieté, hizo de Las Vegas su punto de largada y –al igual que Parker con Elvis–, de los hoteles con casino y la publicidad a gran escala, una fórmula del éxito fuera de toda medida.
En Atlantic City, meca de los juegos, las apuestas y la vida nocturna, los shows, las celebrities y los resorts de lujo, la concentración de dinero y el hastío en busca de diversión, a Tibor Rudas se le ocurrió invitar al más grande tenor del mundo. Pavarotti primero declinó la oferta negándose a cantar en un casino. “¡No hay problema!”, le dijo (porque no era el escenario sino el público lo que veía como productor) y armó al lado del casino una enorme carpa de circo donde el divo cantó para una multitud. Le costó convencer al cantante de sacar la ópera de los teatros, pero una vez que lo logró, llenó estadios con decenas de miles de personas ajenas al género y batió récords de audiencias con billones de televidentes para sus galas por televisión. Más tarde, luego de aquel famoso concierto que produjo la legendaria invención de los tres tenores en las Termas de Caracalla (Pavarotti, Carreras y Domingo), se convirtió en el artífice del formato más masivo que jamás se haya comercializado en la música clásica.
Curiosa coincidencia de esos hombres en la alegría, la tristeza, la pobreza y la fantasía, los sueños y el triunfo de esa clase de amor por el que viven y mueren sus artistas, la eternidad.