En un barrio residencial del sector oriente de Santiago de Chile un grupo de venezolanos se agolpa tras una reja vigilada por policías que les impide el paso a la embajada de su país. Nicolás Maduro, en represalia contra el Gobierno de Gabriel Boric –el mandatario chileno de izquierdas fue uno de los primeros líderes internacionales en exigirle “transparencia de las actas y el proceso” y puso en duda su triunfo–, ordenó el lunes la salida de su personal diplomático del país. Su embajador, Arévalo Méndez, se retiró de la casona de Providencia gritando “¡Muera el fascismo!”. La medida extrema dejó a los más de 700.000 venezolanos que residen en el país sudamericano a la deriva. A 5.000 kilómetros de Caracas, la mayoría de los consultados para esta crónica teme dar su nombre o, incluso, la ciudad en la que nacieron para evitar que el régimen chavista los identifique. A cada uno de los que aguardan sin éxito renovar su pasaporte o conseguir un salvoconducto para regresar temporalmente a su país se les truncó la vida unos años atrás. Hoy, cansados de sentir impotencia, ven con desazón cómo el único pedazo de su tierra que tenían cerca se ha cerrado.